El enfrentamiento entre una posición progresista y una posición conservadora en lo que a la articulación territorial interna del Estado se refiere ha sido una constante en nuestra historia constitucional. El reconocimiento de un poder municipal fue su primera forma de manifestación. Mientras los progresistas defendían que los alcaldes y concejales fueran elegidos por los vecinos y fueran, en consecuencia, portadores de un poder propio, los conservadores propugnaban que fueran delegados del Gobierno, siendo designados por el propio Gobierno o por los gobernadores civiles dependiendo del tamaño del municipio. Este enfrentamiento estuvo presente durante la mayor parte del siglo XIX.
A ese enfrentamiento en clave municipal sucedería el enfrentamiento en clave regional a medida que se va produciendo la extensión del derecho de sufragio con vocación de convertirse en sufragio universal. Cada vez que ha habido un protagonismo democrático de la sociedad española, el problema regional ha ocupado un lugar destacado en nuestra vida política. Ocurrió en el sexenio revolucionario de 1868-1874, cuyo último acto fue la República Federal, y volvió a ocurrir en 1931-36 con la Segunda República.
En el primer caso el impulso descentralizador fue brevísimo, no llegando a entrar en vigor siquiera la Constitución federal. La reacción centralizadora de la Restauración fue de una duración extraordinaria. En el segundo el impulso descentralizador tuvo más consistencia, aunque fue muy convulso y acabó no en una reacción conservadora sino en una guerra civil y en un régimen anticonstitucional que solo acabaría con la transición a la democracia tras la muerte del general Franco.